miércoles, 30 de julio de 2008

AMOR DE LIBRO

Las casillas en blanco del crucigrama empezaban a recordarme el test inacabado de mi último examen, un suspenso de los sonados con traca y con pandereta. Eran confusas cuadrículas silbando, pálidas, a la cima del iceberg gustativo, justo donde tendría que haberme mordido antes de haber soltado, a mi jefa, que se metiese el Estatuto por donde su marido no le daba; y donde no debería haber puesto, en mi vida, un solo resquicio de suplicantes palabras que vulnerasen mi rostro al contarlas.

El régimen sexual, emocional y, por qué no decirlo, alimenticio de mis últimos meses empezaba a adelgazarme no sólo las cartucheras -ahora sin metralla para afrontar a chulos y guapos- sino el cerebro, flaco de neuronas inteligentes y egoístas que me sacasen de la mierda de agujero en que me había encajado.

En medio de aquel enjambre de cuadros mudos había una foto que conocía. Era un colega de fondo, de los que no te presentan pero a quien leíste en su día, página a página en noches de insomnio: un novelista de los que mellan.

Mareé en el vaso escritores y amantes, aguados de tanto té, y no pude, por menos, que darles un argumento unido… porque de algún modo cada hombre en mi vida tenía un libro para asociarle.

Carcajada momentánea… y suspiro… vuelta a reír y vuelta al suspiro… y así recodé cada hombre y su autor… que no siempre, curioso, iban bien arrimados.

Pero lo más sorprendente -si es que algo hay ya que me sorprenda fuera de la piedad, la bondad y la nobleza, obsoletos términos de nuestro siglo donde todo se compra y se paga- era que cada amor había empezado encuadernándose en mi librería. Me explico.

La primera pérdida de sesera fue un joven cara de luna con ojos de cabroncete -muy verdes, por cierto- que se presentó como si aquello fuera un cajero y me plantó, tal cual, un libro de Julio Verne. Me dio cien páginas de viajes mundanos de un tipo llamado Fidias y me alargó una rosa, tan roja como mi cara. Se quedó luego mirando, sin más, mi asombro,  esperando a que abriese, no sé si, el título o la boca. 

Después miré mi culo al espejo y noté que aquello era un bien: semipúblico semiprivado, a compartir al gusto y  según San Judas. Así que seguí leyendo, por si las moscas… y así vinieron las cartas, que aunque sin tapa y sin bordes de pasta decían, más menos, lo mismo que cualquier otro pudiese haber publicado reiterándose durante folios: paraules d’amor.

¿Respuestas?, ¿Más libros? No sé, yo nunca compré literatura para enamorar y menos aún escribí epístola alguna que no fuese a un buzón tan propio como un diario.

Aún así mi amorografía, si es que ese vocablo existe, venía empuñada a pluma y con tinta china, por lo rasgado de sus graciosos términos.

Los años -que no pasan sin tacha y tocho- se presentaban escasos de escarceos más allá de un intercambio cordial de sonrisas. Pero para mi asombro, los libros, sin beso trasero y a posteriori, seguían llegando.

Hubo momentos de tregua para mis entregadas aptitudes respecto al amor -pues soy mujer de un solo hombre o sólo un hombre, si bien, puede hacer de mí una mujer, según se mire-  y di besos comisureros de los de hola y adiós, sin saber si aquello implicaba un mañana o una sábana de por medio. De cualquier modo seguí acumulando obras y encuadernando hombres.

Un hippie -con quien estuve liando la madeja de pelo que tenía mientras las lianas de sus sentimientos se conjuraban contra el pijerío de mi pequeña figura- me regaló, el día que asumió, por fin, que con tacones y con pañuelos una mujer bonita sigue siendo una mujer bonita, te guste o te guste -porque yo le gustaba- , una biografía de alguien que, si mal no recuerdo, emprendía su  vida entre tribus y se limpiaba de occidentalismos baldos. Aquello, más que un regalo era un fetiche, el suyo.

Así que conocí a mi chico y sus sueños frustrados. Hasta el punto frustrados que no sabía ni como narrar el suyo compartiendo el mismo final.

Y de finales iba lo nuestro, porque duró lo que duró la lectura.

Entre otras muchas personas, a la que más amé -sin duda en aquellos tiempos en que una no sabe lo que es amar pero lo va intuyendo- es la que no me dio ni a leer ni a besar. Aunque algo sí me dio, y no poco. Lo que me dio, y quizá lo mejor que ahora tenga, fue un algo que contar, fue un algo que escribir.

Verbigracia de mis tristes comienzos empecé un relato tal cual se imprime, como éste, y ya no paré hasta ahora que: escribo coma y sigo contando; que pongo punto y sigo narrando; que pulso tecla y sigo pulsando… Y así pasando por Noha Gordon en un día de cumpleaños en que estrenaba novio, hasta parar en Noches de Reyes donde esperas carbón del dulce y terminas con una sonrisa de oreja a oreja, un best-seller y un beso bien peleado.

Ayer o mañana escrito hace un par de días, recibí un regalo…

Ahora, frente al maldito apartado de juegos cruzados de un periódico ojeado en cualquier parte donde tomar café, no sé si seré yo quien no encuentre palabras para este crucigrama de vida que tengo, o si será el crucigrama quien no encuentra a mi yo para esta vida de palabras que tengo.

Sólo sé que paseo: un autor favorito, un libro pendiente y una novela que releer con el mismo placer que siento cuando alguna persona me mira y ve en mí un libro abierto. 

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