He vuelto de Irlanda, precioso lugar bañado de verdes y grises, de violines y gaitas que dulcifican las tardes color de piedra. Se me ha pegado la múrria al cuerpo y la morriña al alma.
Llegué triste al aeropuerto y hoy me lloran hasta las uñas cuando me rasco la piel para arrancarme el precio de ser como soy. Me duelen los huesos y las pupilas, me duele el cuello, el vientre vacío, el corazón que no sabe por qué todo termina y empieza mil veces.
Me canso de los comienzos y me aterran los finales, aunque mi vida está llena de fines y de principios. No se por qué todo termina: los viajes, el amor, un buen libro, la vida…
The Hush Sound, cuarteto de Chicago, Illinois, formado entre finales del año 2004 y principios de 2005, por Greta Salpeter y Bob Morris, una extraña pareja musical, ya que él venía de tocar rock mientras que ella era una pianista de música clásica. Posteriormente se les unirían Chris Faller y Darren Wilson, con lo que tendríamos la formación al completo.
Mezclas de pop, sonidos alegres y guitarras de las buenas hacen que el sucesor de Like Vines, su segundo cd (2006), Goodbye Blues (2008), haya pasado directamente desde el cd hacia mi iPod. Debo destacar que una de las grandes gracias de esta banda es que cuenta con dos vocalistas, Bob Harris por un lado, con una voz bastante agradable y que le pone un toque algo agresivo a sus canciones y por otro lado tenemos a Greta Salpeter, con una voz dulce que te hipnotiza en cada canción que ella canta.
El disco Goodbye Blues está plagado de hits, uno tras otro no paran de sonar. Es como una pequeña maquinita de sensaciones dulces, que no te suelta ni un segundo. De hecho, cuando escuché este disco por primera vez me sorprendí, era increíble la atmósfera que crean las canciones. El disco, como dije antes, mezcla sonidos muy pop, estribillos muy pegadizos y sobre todo, esas guitarras que a mí me gustan tanto. La gracia de The Hush Sound radica en que, al mezclar dos vocalistas, hace que el disco no se vuelva monótono, cada vocalista sabe ponerle lo suyo a la canción que interpreta. Por otro lado, las canciones están puestas en un orden muy acertado, así que por favor, escuchadlo en el orden establecido.
Este disco es como un pequeño encantamiento, lleno de emociones que a la vez se mezclan con sonidos rockeros. Basta escuchar la canción As You Cry para darse cuenta de lo que intento decir. Si bien entre mis favoritas están las canciones que canta Greta, no puedo dejar de rendir también pleitesía a las canciones que canta Bob, un acierto por donde se le mire esto de poseer dos vocalistas. El disco cuenta con 13 tracks (11 canciones per se, 1 intro y una instrumental) que, sinceramente, se pasan volando. Es un viaje, con sonidos de pianos, guitarras, voces agradables, arreglos bien hechos y coros muy preparados.
Hay gente que los compara con Panic at the disco y creo que no se equivocan del todo, siento un cierto parecido en los pianos, pero The Hush Sound es otra cosa, mucho mejor hecha, mucho mejor llevada. Mucho más ameno, mucho menos plástico.
Disco lleno de emociones, derroche de talento y hits al por mayor es lo que vais a encontrar si escuchais este buenísimo tercer disco de The Hush Sound. Mis canciones favoritas son Honey, Medicine Man, Molasses, As You Cry, Hospital Bed Crawl y en general todo el disco.The Hush Sound consigue que sus canciones tengan un cierto aire atemporal: podría haberlas escuchado hace seis años, y dentro de los próximos seis, sin quedar en modo alguno obsoletas.
Pop inteligente para personas inteligentes. ¿No suena maravillosamente pretencioso?
La premisa de la que parte AMERICAN GODS es simple. Las sucesivas olas inmigratorias que llegaron a lo largo de los siglos a los Estados Unidos, llevaron consigo también a sus dioses, seguros en las mentes y en los corazones de esclavos africanos, colonos irlandeses y conquistadores vikingos. Los dioses prosperaron por algún tiempo, pero inevitablemente fueron olvidados, a medida que sus seguidores fueron decreciendo, y su fe diluyendo. En el siglo XXI, apenas algunos de estos son recordados, y viven relegados a a adaptarse a la American Way of Life. Pero se avecina una tormenta: los nuevos dioses, los dioses de la TV, la tecnología, Internet, los medios masivos de comunicación, se están preparando para la confrontación final por el poder sobre los fieles.
Si todo esto suena como a un argumento de comic, no es casualidad. El libro se lee como un capítulo de 600 páginas de la mejor Doom Patrol. Considerando cómo Neil Gaiman revolucionó y revivió el género de comics para adultos con su ya clásico Sandman, esto no es novedad.
A pesar de problemas del argumento, como por ejemplo la inexplicable ausencia de Yaveh o Alá, es innegable que Gaiman sabe escribir. Los diálogos son muy buenos, hay personajes muy cuidados y, en cuanto a capacidad técnica, el libro deja buen sabor de boca. Intercalados en la trama hay una serie de interludios, dedicados en su mayoría a mostrar cómo los viejos dioses llegaron a América. Dichos interludios pueden leerse como pequeños cuentos independientes, ya que no tienen nada que ver con la trama principal, y son lo mejor de la novela sin discusión. En particular el relato del comercial árabe y el djinn en Nueva York. Delicioso.
El esquema de la novela, aparte de ser una clásica novela fantástica, es un viaje a la vez de conocimiento interior, cuyas etapas consisten en episodios en los cuales se gana algo y, a veces, se pierde algo. El que sea una novela basada en una fórmula, incluso una fórmula ya ensayada, no quiere decir que sea mala; al contrario: los grandes escritores son los que consiguen una fórmula que funcione y que, a su vez, sea lo menos evidente posible. Gaiman parece haberla encontrado: incluso Good Omens, aunque en clave mucho más jocosa, viene a seguir el mismo esquema. Y, por supuesto, Sandman.
Muchos de los personajes de Sandman nos los volvemos a encontrar aquí: Bastet, por ejemplo, el panteón nórdico al completo... incluso el propio planteamiento de la novela, la idea de los dioses olvidados por los mortales, a los que necesitan para seguir viviendo, me suena de un Sandman o quizás de un Hellblazer. Pero la novela entretiene y divierte; está bien hilada, se va construyendo poco a poco el clímax, y, de forma inevitable, tiene unos cuantos deus en sus respectivas machinas (que, por cierto, es un término náutico que usaban con cierta asiduidad en "Gran Sol"), pero cuelan perfectamente en la trama; lo contrario sería lo extraño.
American Gods es un libro que termina atrapando a todo aquel a quien se lo dejo, y eso es un gran mérito. Obviamente ayuda si eres persona de mente abierta que reconoce un buen texto sin necesidad de que haya sido escrito por un Premio Nobel. Se trata de una lectura muy entretenida, por la premisa primero, y luego por el estilo narrativo, rápido y directo, que de pronto y sin pausa, se convierte en algo poético, detallista, gracioso y muy oscuro. Gaiman suelta perlas “anti-sociedad consumista” de una manera magistral, haciéndole decir a grandes deidades cosas como “Este país -por los EE.UU.- no nos quiere, nunca hubo lugar para nosotros”, o bien que “en esta época no hay tiempo para Dioses”.
Hubo una chica que una vez me dijo que nunca leería un cómic. Le pasé unas historias de Sandman y cayó extasiada. Supongo que debería dejarle American Gods para que vuelva a caer en el mismo embrujo, puesto que también me dijo que ella no leía Fantasía ni Ciencia Ficción... Y eso que no conoce la existencia de Neverwhere...
"Tienes que entender todo el rollo de los dioses. no es cuestión de magia. Es cuestión de ser tú mismo, pero el tú en que cree la gente. Se trata de ser la esencia concentrada y ampliada de ti mismo. Tienes que convertirte en trueno o en la fuerza del caballo o en sabiduría. Te adueñas de toda la fe y te haces más grande, más guay, más allá de lo humano. Te cristalizas -Hizo otra pausa-. Y entonces un día se olvidan de tí, ya no creen en tí nunca más, no se sacrifican y no les importa. Te ves haciendo juegos de cartas en la esquina de Broadway con la Cuarenta y Tres."
Adrienne Pauly nació el 30 de Mayo de 1977 en Clamart (Île-de-France), estudió teatro en el Conservatorio Nacional de Arte Dramático y ha trabajado en varias películas, con directores como Francis Girod, Laurent Bénégui o Claude Chabrol, con quien rodó, Au coeur du mensonge (En el Corazón de la Mentira). En realidad, su vinculación con el mundo del cine le viene de familia: su padre es realizador, su madre guionista y su hermano director y actor.
En torno a los 14 años, Adrienne forma un grupo con unas compañeras del cole. Como su familia no la toma muy en serio, decide abandonar el grupo y dedicarse a su carrera dramática. Sin embargo, no deja de escuchar a sus artistas preferidos: desde las viejas glorias de la canción francesa como Frehel o la Piaf, a otras más recientes como Les Rita Misouko pasando por Chet Baker, Doors, Stranglers o B´52.
El reencuentro de Adrienne con la canción se produce en 2002, animada por el músico francés, de origen panameño, Camilla Bazbaz. Dos años más tarde, ya tiene lista una maqueta con 5 canciones que envía a los productores de las discográficas junto a un cuadernillo, que imaginamos parecido al que ahora encontramos en su álbum y en el que se incluyen recortes con las letras de sus canciones, dibujos, fotos, flechas… También en 2004, realiza su primer concierto y, en octubre de 2006, aparece su primer disco, que no tiene más título que su propio nombre y apellido.
Las canciones de Adrienne Pauly, cuajadas de humor y acidez, huelen a tabaco y alcohol. Son como cortometrajes por los que deambulan mujeres fatales, cajeras de supermercado, chicas perdidas en viejas discotecas en busca de su príncipe azul: “J’veux un mec” (Quiero un tío), grita una de ellas.
Adrienne es un tipo de mujer que me fascina: inteligente, independiente, difícil, con carácter pero a un tiempo con cierto aire de “charme” indefinido. Con ella podrías pasar del amor al odio, y de ahí a la reconciliación y a la pasión en cuestión de horas. Prototipo de mujer fatal, pero más bien a la francesa, lo cual dista mucho del concepto americano de “femme fatale”, Adrienne encarna, a través de sus canciones, esa chica a la que todos deseamos, con la que quisiéramos pasar toda nuestra vida, aunque probablemente termináramos muriendo en el intento.
Adrienne Pauly - J’veux un mec
Extrait de l’album “Adrienne Pauly” (2006)
Non, j’veux pas
Me lever, m’habiller...
J’veux un mec (x 2)
Oui, c’est bête
M’allonger pour la vie,
Ça m’embête
J’veux un Mec
Non, j’veux pas
Un ciné, rigoler...
J’veux un mec (x 2)
Oui, j’m’entête
Mais vos airs, ça m’inquiète
J’veux un mec
Viens, le mec !
Ton avis, j’en ai rien à foutre
Tes amis, j’en ai rien à foutre
Ton boulot et ta gym
Ton mal de dos et ta clim
Ton âme, j’en ai rien à foutre
Ton argent, encore moins
Ton psy et tes horreurs
Ecoute-moi !
Oui, je vais pas m’calmer
Oui, je vais continuer
Oublie les fleurs,
J’serais pas à l’heure !
Attends-moi !
Des illusions, j’en ai pas lourd
Mais si tu me fais bien l’amour...
J’veux un mec, pas des fleurs
Embrasses moi ou je meurs !
Non, j’veux pas
Oublier, travailler
J’veux un mec (x 2)
Oui, je m’plains
Oui, c’est bête
Oui, ça craint
Je veux un mec
Viens, le mec !
Ta Maman qu’est partie
Ton Papa qu’est parti
Ton ex qui te hante
Ta moto qui te plante
Du beau temps, j’en ai rien à foutre
De la pluie, j’en ai rien à foutre
J’veux un mec pas du vent
Regarde-moi !
Non, j’vais pas m’reprendre en main
Me calmer, prendre un petit bain
Oui, je vais rester dans mon coin
Si t’es un mec, rejoins-moi !
Oui, oui, oui, oui, oui.
J’veux un mec
Pas des hommes qui m’assaillent
J’veux le mec
J’veux un mec
Pas trop bête
J’veux un mec qui me tienne
Qui me taille
Viens, le mec ! (x 2)
Toi qui veux me faire changer d’air
T’en peux plus, tu veux me faire taire
Avec tes lèvres. Si t’en es un
Si t’es un mec, réponds-moi !
Ton chapeau, j’en ai rien à foutre
Ton blouson, j’en ai rien à foutre
Tes vêtements, tu peux te les foutre
Sur le canapé...
Des illusions j’en ai pas lourd
Mais à quoi bon faire des discours
Sur le canapé ou ailleurs
Embrasse-moi ou je meurs !
Viens, viens, viens, viens, viens…
J’veux des caresses comme un p’tit train
Qui me court le long des reins
J’veux des baisers qui piquent, des frissons
Ha, si j’pouvais changer d’air !
Ha, si tu pouvais, tu pouvais m’faire taire
Trato de escribir en la oscuridad tu nombre. Trato de escribir que te amo. Trato de decir a oscuras todo esto. No quiero que nadie se entere, que nadie me mire a las tres de la mañana paseando de un lado a otro de la estancia, loco, lleno de ti, enamorado. Iluminado, ciego, lleno de ti, derramándote. Digo tu nombre con todo el silencio de la noche, lo grita mi corazón amordazado. Repito tu nombre, vuelvo a decirlo, lo digo incansablemente, y estoy seguro que habrá de amanecer.
Al igual que muchos compañeros bloggeros, la literatura rusa me fascina. Era pequeño (relativamente) cuando leí "Humillados y ofendidos" y ya entonces me gustó. A partir de ese momento inicié un viaje a través de los grandes autores que Rusia ha dado al mundo para goce de lectores ávidos (como yo) de buenas historias con transfondo psicológico y social.
Nikolai Gogol es, con su obra "Almas muertas", al lado de Dostoievsky, el escritor ruso que más hondo ha conseguido calar en mí.
"Almas muertas", creada entre 1826 y 1842 principalmente en Roma, donde Gogol pasó ese tiempo, es la obra considerada como su mejor trabajo y una de las mayores novelas de la literatura universal. En su estructura, "Almas muertas" es semejante al Don Quijote de Cervantes. Sin embargo, su extraordinaria vena humorística se deriva de una concepción única, extremadamente sardónica: el consejero colegial Pável Ivanovich Chichikov, un aventurero ambicioso, astuto y falto de escrúpulos, va de un lugar a otro comprando, robando y estafando para conseguir los títulos de propiedad de los sirvientes que aparecen en los censos anteriores pero que han muerto recientemente, por lo cual se les llamaba 'almas muertas'. Con estas 'propiedades' como aval, planea conseguir un crédito para comprar una propiedad con 'almas vivas'.
Los viajes de Chichikov ofrecen una ocasión perfecta al autor para llevar a cabo profundas reflexiones sobre la degradante y sofocante influencia de la servidumbre, tanto para el siervo como para el amo. En esta obra aparecen asimismo un gran número de personajes, brillantemente descritos, de la Rusia rural. Almas muertas fue un modelo para las generaciones posteriores de escritores rusos. Además, muchos de los ingeniosos proverbios que aparecen a lo largo de la narración, han entrado a formar parte del refranero ruso. En el momento de su publicación, Almas muertas estaba llamada a constituir la primera parte de una obra más amplia; Gógol comenzó a escribir la continuación pero, en un ataque de melancolía debido a una crisis religiosa, quemó el manuscrito.
Todos estos personajes llega a retratar Gogol con suma precisión y con una descripción tan aguda y llena de expresividad que asistimos en si a un cuadro preciso de caracteres construidos no a base de personas reales sino de la mente del autor que nos ayuda a mostrar su propia visión de la realidad que lo pone como a contribuidor al desarrollo del pensamiento . Ante todo Gogol pone como misión del escritor el servicio al desarrollo humano y pretende en esta novela, más allá de un tono moralizante que pretende ayudar a mejorar la situación de su Rusia natal, concluye que la misma redención de la colectividad rusa es llevada a cabo por el camino del cristianismo y la preservación de la identidad del pueblo ruso. Pese a que no es un crítico radical de las instituciones sociales de su país Gogol desnuda con su implacable sátira la triste y deplorable condición que se cierne sobre la Rusia zarista y predice el desmoronamiento total del sistema tras su irremediable descenso.
Es en algún modo una lástima que haya quedado inconclusa esta obra maestra; aquí sin embargo es necesario decir de ese cambio de estilo en la segunda parte que demuestra ante todo el tono redentor del autor. Gogol tenía la intención de que la obra constaría de tres partes que sería cada una el equivalente de las tres partes de la divina comedia: Infierno, Purgatorio y paraíso. La segunda Parte contiene personajes menos banales y que muestran algunas honrosas cualidades, pero en cambio el sentido del humor aparece menos y los caracteres no alcanzar a ser tan luminosos como los de la primera parte aunque destaquen el gentil y ansioso de la comida Pteukh y la virtuosidad de Murazov, personaje que representa el espíritu cristiano universal y ese anhelo moral que Gogol considera lo imprescindible para la elevación moral del ser humano.
No obstante el enfrentamiento que sostuvo dentro de su mente su intención artística y su creencia en la fe ortodoxa cristiana le produjeron una crisis emocional que hizo que lanzara al fuego la segunda parte. En parte esto se debía a su espíritu romántico que empecinado en la esmerada descripción y el gran uso de la imaginación
La genialidad de Gogol se encuentra en que fue el iniciador de toda una corriente literaria de su país que logro alcanzar con Dostoievsky y Tolstoi las cumbres de lo universal e influir en el desarrollo de la literatura moderna.
La novela no se descubre en unas pocas líneas, como sucede tan a menudo en algunas otras obras mediocres, nacidas para mostrar una tesis pre-formulada, sino que supera su concepto original para convertirse, como "La Divina Comedia" en un viaje iniciático en el que un Virgilio, invisible, nos guiará por esa selva oscura en la que será nuestra más bella mentira y la peor forma de locura: la realidad.
Anoche sucedió un hecho en mi vida que probablemente marque de ahora en adelante el rumbo de mi destino. Es curioso que, aún cuando los cambios sean esperados, cómo dejan a uno totalmente vacío, sin saber muy bien qué hacer a continuación. Quizá en estos instantes tan contradictorios, cuando no tengo muy claro si estoy al principio del final o al final de una etapa moribunda que da paso a otra nueva, sea el momento perfecto para hablar de uno de mis autores preferidos: Harold Brodkey.
Brodkey, que está considerado un genio evasivo y de lenta producción, y que cuyos escritos lo colocan a la altura según los críticos del mismísimo Marcel Poust, escribió como nadie sobre la muerte, el poder, la fama y la inmortalidad de la literatura.
“Y así fue como terminó mi vida, y comenzó mi morir. No puedo cambiar el pasado, y no creo que lo hiciera. No espero ser comprendido. Me gusta lo que he escrito, los cuentos y las dos novelas. Si me ofrecieran verme libre de esta enfermedad a cambio de mi obra, no lo aceptaría. ¿Paz? Nunca la hubo en el mundo. Pero en viaje por las dóciles aguas, bajo el cielo, sin amarras, yo oigo ahora mi risa, primero nerviosa, luego de auténtico asombro. Me rodea por entero.”
¿Qué quedó de Harold Brodkey? A diez años de su muerte, la pregunta resuena contra un muro de silencio. En Estados Unidos, donde supo ser una rutilante promesa y una celebridad literaria de primera línea, sus libros están agotados y son inconseguibles, y poco y nada se discute sobre una obra que levantó enormes controversias entre los críticos desde los años ‘60.
Alguien escribió, con muy buen tino, que Brodkey escribe como si compusiera una sinfonía, describiendo estados de ánimo, entrelazados con algunos hechos, que va repitiendo incansablemente, con ligeras variaciones (adiciones y sustracciones) cada vez: son los temas; o el Tema: el amor, con la red de relaciones personales de dominación y sumisión que crea. Pocas veces narra “hechos”... a veces, algún fragmento de una conversación. Pero cuando has leído 40 páginas, sientes que nunca has estado ante personajes tan reales (de cuya biografía apenas sabes nada) y que nunca has estado tan cerca de nadie como de ellos.
He conseguido un extracto maravilloso de lo publicado por un periódico argentino con motivo de la muerte de HB:
“Por Rodrigo Fresán
Harold Brodkey (1930-1996) solía afirmar en privado y en público que, a lo largo de los años, Norman Mailer, John Cheever, Saul Bellow y John Updike no habían dejado de robarle indiscriminada y descaradamente “mis oraciones”. No conforme con ello, Brodkey también aseguraba que su belleza había hecho sucumbir a hombres (arrancando con su padrastro, parece) y mujeres (Marilyn Monroe incluida), que el ser tan irresistible se había traducido en varios intentos frustrados de secuestro, que Sean Connery se había inspirado en su look y modales para el rol de Indiana Jones y la última cruzada. Y —si de lo que se trataba era de precisar su propio sitio e importancia dentro de la literatura— no vacilaba en responderle a un periodista que no era tarea sencilla vivir sabiéndose el mejor y más genial escritor de todos los tiempos al Oeste de Marcel Proust. En resumen: nadie dudaba de que Brodkey era un mitómano narcisista con posibles destellos de psicosis paranoica. Algunos diagnosticaban su ambición con un “está loco”, resumían su obra como una “apología de la masturbación” y calificaban su figura —así lo evocó el elegante James Salter en sus memorias— como la de “un tipo problemático”. Del otro lado, cuando eran testigos de alguna de sus habituales diatribas y bravuconadas que intimidarían hasta a Cassius Clay, sus cada vez menos amigos se limitaban a mirar al cielo y sonreír un entre divertido y resignado “Oh, Harold”. Apreciar y catalogar su obra, sin embargo, no era y no sigue siendo tan sencillo aunque sí capaz de provocar un —otro— “Oh, Harold” de signo e intensidad muy diferentes.
Una cosa es segura: la suya fue —y ahí están los libros, esos fantasmas que siempre viven más que el autor— una de las empresas más solitarias, arriesgadas, ambiciosas y, tal vez, más imposibles de llevar a cabo. Porque lo que Brodkey quería alcanzar —y así lo hizo saber en la clásica entrevista de The Paris Review cuando se le preguntó cuál era su ideal—- era “alterar la conciencia, cambiar el lenguaje de tal manera que todas aquellas formas de conducta a las que yo me opongo se vuelvan absurdas, impopulares, improbables. Lo que intentas es trabajar por una cultura que se tome seriamente al tiempo y la conciencia y no tan solo como parte de una de las tantas mareas de la moda. ¿Los ideales? Los ideales son para los que escriben esos textos en las postales de felicitación que se envían durante bautismos, bodas y cumpleaños”.
Y, otra vez, ahí está su obra como evidencia incontestable. Los relatos “normales” de Primer amor y otros pesares destacando el magnífico “Educación sentimental” donde, lo siento, parecería que es Brodkey quien le roba sus oraciones a Cheever. Los fulgurantes y turbulentos experimentos que convierten a Relatos a la manera casi clásica en una colección indispensable a la hora de apreciar todo lo que se puede conseguir o extraviar dentro del formato cuento. La meganovela fluctuante y seguramente frustrada El alma fugitiva. La inesperadamente plácida novela homoveneciana Amistad profana. Y esa descarnada y valiente y por momentos alucinada y esquiva coda funeraria —primero publicada en capítulos en The New Yorker, su alma mater— que es Esta salvaje oscuridad. (Julian Barnes felicitó a Tina Brown, la editora de la revista, por haberse “atrevido a publicarlo todo” incluyendo los raptos megalómanos; la respuesta de Brown fue: “Ah, Julian, si supieras lo que dejamos afuera”.)
Después, desde el otro lado —póstumos— nos llegaron los todavía inéditos en castellano My Venice (fragmentos turísticos éditos e inéditos), The World is the Home of Love and Death (relatos y extractos de lo que, se supone, sería la continuación de El alma fugitiva) y la sorpresa de los muy concisos y divertidos ensayos reunidos en Sea Battles on Dry Land. Todos y cada uno de estos títulos unidos por lo que, sin dudarlo, constituye una de las grandes aventuras del lenguaje dentro de la literatura norteamericana. Ese idioma/avalancha que inaugura Melville, entronca con Faulkner, sigue con William Gaddis y que, después de Brodkey, salta hasta David Foster Wallace.
Y la comparación entre Brodkey y Wallace —y sus dos novelas-mamut, El alma fugitiva y La broma infinita, respectivamente— quizá ayude a clarificar lo que puede llegar a ocurrir con un gran escritor. Como la de Brodkey, la novela de Wallace gira alrededor del tema de la familia como trauma inspirador y conspirador. Una y otra pueden ser calificadas como “experimentales” aunque la de Brodkey mira hacia atrás y la de Wallace hacia delante. Es decir: la primera (Brodkey) es un artefacto nostálgico cuya aspiración es la de superar a los maestros y cerrarles la puerta en la cara a sus contemporáneos, mientras que la segunda (Wallace) va en plan vista al frente y sólo le interesa ser avanzada sin sentir rencor alguno por los generales del ayer. Brodkey anunció durante años su mágnum-opus (refinanciando con pericia, como Truman Capote por sus Plegarias atendidas, numerosos y cuantiosos adelantos) preparando demasiadas veces a los mortales para la perfección que se avecinaba y que, demasiado tarde, resultó perfectamente imperfecta. El parto del monstruo de Wallace estuvo marcado —desde meses antes de su salida— por una cuidadosa y astuta estrategia de marketing con el manuscrito entregado. Es decir: la novela de Wallace existía mientras que la novela de Brodkey —riesgos de trabajar con material autobiográfico— había sido suplantada por Brodkey. Wallace se hizo célebre por lo que publicó mientras que la fama de Brodkey se debía a lo que no publicaba. Y Brodkey —autor y personaje— caía mal. Así que —cuando Brodkey decidió finalmente editar, sin dejar de advertir que El alma fugitiva era apenas el avance contundente de la tan mentada obra maestra— el chiste perdió su gracia y se desenvainaron las espadas. Después, casi enseguida, más furioso que nunca, Brodkey se dedicó a morir a lo largo de tres años descubriendo que el acto en cuestión era “todavía más aburrido que una novela de Updike” o algo así. No hay drama: “La vida tampoco es muy interesante”, agregó Brodkey.
Aquí y ahora —once años después— casi nadie menciona su nombre. Alguna vez firmas como Harold Bloom, Don DeLillo y Salman Rushdie defendieron su gesta, pero hoy nadie jura por su nombre (ver el reciente libro de listas de 125 colegas, The Top Ten, donde nadie lo elige) y el pasado mayo, en la librería neoyorquina The Strand, un ejemplar de la primera edición de El alma fugitiva autografiado (la firma enorme y avasallante, cruzando en diagonal toda la página de abajo hacia arriba y de izquierda a derecha) se ofrecía por apenas diez dólares que yo pagué con gusto y sin dudas.
¿Y qué es lo que queda? Mucho, suficiente: extáticos relatos que quitan el aliento (como aquel del director de cine, aquel otro del orgasmo y ese sobre lo que experimenta un bebé al ser alzado en brazos por su padre, ganador de un Premio O’Henry) y parrafadas formidables —”estados de ánimo convertidos en opiniones”— de una audacia que pocos narradores han tenido y aún menos tendrán. Uno de esos escritores para los que el estilo es lo único que vale. Alguien que establece de entrada un pacto con el lector a quien le pide todo, porque siente que él, antes, ha entregado el universo y más allá. Un titán que, en algún momento humilde, se definió como “un adolescente en reversa” consciente de que “la irrealidad de lo que es real y el hecho de que yo la viva, de todos modos, como algo irreal, es mi forma de soñar despierto” para, de inmediato, recuperar el soberbio tono muscular de su cerebro: “Es peligroso ser tan buen escritor como yo”.
Y de acuerdo: de algún modo, leer a Brodkey es peligroso porque —en su inevitablemente frustrada aspiración, en el orgullo de su entrega— nos hace conscientes de lo lejos que se puede llegar sin que eso signifique haber llegado. Aún así, quién le quita lo bailado, lo escrito, lo amado a un hombre que, cuando se le pedía que se explayara acerca de su affaire con Marilyn Monroe, respondía con lo que quizá —consciente o inconscientemente— define a la perfección lo que le ocurre a todo lector que se acuesta o se sienta a leer uno de sus libros: “Bueno, es un tanto intimidante encamarse con alguien que tiene diez veces más confianza y habilidad sexual que uno”.
Hoy es uno de esos días en que me encantaría tener algo de Harold Brodkey, para poder sobrellevar mejor esta nueva situación desconcertante y que me atenaza. Y encima la Señorita Lunes no está para leerme...
Esta tarde tengo pocas ganas de hacer cosas. Ella se marcha, y aunque es probable que pronto nos veamos, me he acostumbrado tanto a su presencia que quince días sin verla se me pueden hacer eternos. Quizá por ello me he puesto a escuchar a Ani Difranco, mi cantante fetiche a la que recurro puntualmente en tramos de mi vida en los que necesito una guía hacia alguna parte. Sus canciones, crudas y sensibles a un tiempo, igual combativas que inocentes, crean en mí una atmósfera de búsqueda interior que termina por impulsarme a centrar mi caos.
Letras como las incluidas en "Joyful girl" siempre me han llegado muy dentro: "Everything I do is judged and they mostly get it wrong but oh well cuz the bathroom mirror has not budged and the woman who lives there can tellthe truth from the stuff that they say and she looks me in the eyeand says, would you prefer the easy way? no, well ok thendon´t cry"
Realmente, todas las canciones de Ani Difranco tienen una historia que contar. Lo mejor es que siempre podemos identificarnos de algún modo con sus letras. Sobre su música, el punteo de su guitarra acústica parece oscilar entre el desgarro de un corazón que quiere abarcar el mundo y el terciopelo con el que a veces quiere cubrir las heridas que le han causado esas mismas historias que tanto afán pone en contarnos. Ani siempre ha contado su vida a través de su guitarra. Nos ha mostrado cómo ha evolucionado y cómo cada uno debe continuar su propia evolución en la vida. Sin etiquetas. Sin lugares comunes impuestos por otros.
El último cd de Ani, "Canon", un grandes éxitos seleccionado por sus propios fans (yo voté!!), es un punto de partida ideal para quienes no la conocen pero podrían verse identificados con una persona de alma inquieta y un deseo de vivir inaudito.
Hoy es una tarde para escuchar a Ani. Y para pensar en ella.
Últimamente estoy adquiriendo literatura escandinava, Nunca pensé que podría encontrar pequeñas joyas como las que gracias a Paco, el buen librero propietario de "Lletres" en Alicante, y a otros bloggeros tan insanos lectores como yo mismo, han terminado por caer en mis manos.
La última es "El concierto de los peces", una encantadora obra para leer este verano, escrita por Halldór Laxness, que además fue premio nobel de literatura en 1955 (lo cual, como todos sabemos, puede significar mucho o poco). En todo caso, este libro, de cierto tono costumbrista pero al mismo tiemplo plagado de seres curiosos, extraños incluso, es un estupendo comienzo para zambullirse en una literatura no muy conocida, como es la islandesa. Como sobre gustos no hay nada escrito, para mí, "Arde el musgo gris" de Viljalhmsson es mejor, pero también más dura, menos asequible, por lo que esa sería mi segunda recomendación.
Transcribo a continuación las primeras líneas de "El concierto de los peces" para ir abriendo boca...
“Un sabio afirmó que, aparte de perder a su madre, para un niño no hay nada más sano que perder a su padre. Aunque lejos de mí suscribir en su integridad estas palabras, lo cierto es que también sería el último en rechazarlas de plano. Estaría dispuesto a defender una doctrina semejante sin rencor ninguno hacia el mundo, e incluso sin sentir el agudo dolor que parece ocultarse en el simple sentido de tales palabras.”
Y a continuación, tras esas frases en cierto modo categóricas, comienza a describir la historia de Álfgrímur, un muchacho islandés que crecerá con su abuelo pescador, todo a través de anécdotas cargadas de sinceridad, simpatía, y sabiduría popular. En resumen, un libro que cuenta una historia plenamente vigente hoy día, cuando dudamos de nuestra fe en la sociedad y en los individuos que la componen. La novela es sencilla, no simple, narrada de forma llana y accesible, casi como si fuera una narración oral que empuja al lector con una prosa danzante, misteriosa y subyugante. Al estilo de las baladas islandesas (rómur, según parece), la entrada en la madurez de Álfgrímur se desgrana con un sentido del humor en extremo peculiar, típico del país, con un bellísimo hincapié en los detalles, en las pequeñas historias que conforman su universo de pescadores, comerciantes y granjeros. Conseguir trasladarnos hasta un país tan lejano geográfica, social y culturalmente es uno de los grandes méritos de esta bella novela. Laxness en la búsqueda de su estilo en esta novela se remonta a las sagas de los Vikingos, a ese espíritu naturalista que recorre las páginas: las fuerzas telúricas, el amor hacia las cosas banales, la conciencia pura y sin dobleces.
Todos estos rasgos, y algunos más, unen al lector con la historia narrada de una manera singular, con un lazo firme y cálido.
Este fin de semana me invitaron a pasarlo en Gijón, rememorando una historia que fue y pudo llegar a ser, pero que hoy carece del mismo sentido a la luz de mis nuevas circunstancias e inquietudes. Finalmente he huido de esa proposición, en parte por no causar un daño innecesario, y fundamentalmente porque mi cuerpo lo que realmente desea es pasar ese tiempo junto con otra persona, del mismo modo que sucedió la noche del jueves pasado, tras mi vuelta de la península arábiga.
Todavía siento el aroma de su cabello azabache descansando sobre mi hombro, sus manos rozando levemente, como sin querer, las mías. Suerte que el cielo no quiso liar más el momento, cubriendo con nubes el fulgor de sus estrellas, puesto que es probable que me hubiera dejado llevar por la pasión de esos segundos, que me embriagaba peligrosamente... Aún en estos momentos, si cierro los ojos, vuelven a mí esas escenas...
"Eres marea, marea que me nubla y me provoca temblores, cuando tus manos y tus labios avivan el fuego, tu lengua se pierde en las bocas de mi cuerpo, mientras escribo febrilmente estas lineas, y tu cuerpo cimbreante como una vara de bambú se inclina sobre mí. Mis sentidos se bloquean cuando respiro, inhalo tu perfume dentro de mí, lavando la mugre que la ciudad y sus miserias han dejado en mi alma, mientras tu cara de ángel, de demonio, surca mi vientre, mientras tus uñas como garras se clavan en la piel de mi espalda. Escribo, cavando un profundo agujero en tu respiración, entrecortada, y tú que eres un océano, oscuro, tormentoso, amenazante, bebes mi cuerpo, y yo me dejo devorar justo en el instante en que la marea en que te has convertido y las arenas que arrastras contigo cubren mi corazón, para siempre."
Hay varias cosas que un viajero debe hacer cuando llega a una ciudad desconocida: por ejemplo, ir al mercado, pasear en los amaneceres, entrar en los garitos de la noche, buscar la música que hace bailar y cantar a sus habitantes, probar la comida local, asistir a un partido de fútbol o a una ceremonia religiosa, y desde luego leer sus periódicos. Así que me dirigía hacia el mercado de Makokoba, en los arrabales del oeste. De nuevo, al dejar atrás las avenidas del centro, cruzando Herbert Chitepo Street, me asaltó el olor de África, ese impreciso aroma de flores y de estiércol. era de nuevo el África esencial, como el River Road de Nairobi o el Trechville de Abiyán.(...)"
Las mejores historias de viajeros son aquellas que te impulsan a coger un hatillo, una mochila o un fardo de ropa y te impulsan a seguir un camino desconocido. Los libros de Javier Reverte precisamente te lanzan de esa forma, y teniendo próximo el viaje de la señorita lunes, un viaje que puede ser el inicio de algo todavía indefinido, me he decidido a poner un post sobre "Vagabundo en África", libro archiconocido pero absolutamente necesario para todo viajero que se precie de tal. Javier Reverte siempre ha defendido la condición de vagabundo, "el que vaga solo, mundo adelante, quizá con una meta final, pero abierto a las sorpresas, al capricho o a lo que otros propongan. Quedarse en casa es un poco triste. Huir no está mal, es también una forma de construirse".
Esta es una historia para los que alguna vez en su vida han necesitado verse reflejados en unos ojos extraños, cogidos de una mano fría, tendidos junto a mares nuevos. Para quien prefiere la angustia de lo desconocido a la certidumbre de la jaula de barrotes de oro. Para quien se arriesga a perderlo todo porque sabe que nada tiene hasta que salga a buscarlo. Para los que un día metieron su ropa, sus libros y sus sueños en una maleta para salir a perseguirlos. Para quien sintió los poros de su mente abrirse de par en par, como las puertas de una casa imaginaria, como las olas del mar, como “esa” sonrisa especial. Esta es una historia para los rebeldes consigo mismos, para los inestables crónicos, para los emprendedores emocionales.
Para los que no temen viajar sin brújula y siguen sólo el mapa de sus fantasías. Para los que tienen como religión sus propios mandamientos y rezan tumbados, mirando a la Luna. Para quien podría construir una barca con cuatro troncos de madera firme, un pedazo del cordel que le ate a sus sueños y una vela hecha de su propia camiseta. Para los que se van con un cuaderno en blanco, una pluma sin recambio, su libro preferido. Para los que sentirán siempre, allá donde estén, la magia que ellos mismos sabrán encontrar a cada paso en azules o negros ajenos, en manos que se tienden, en pasos que se dan bailando.
Y estas líneas pueden ser el principio de su historia, la de mi amiga, la de una persona especial que aún no sabe que lo es pero que tal vez lo averigüe pronto. Esta es mi historia. Esta es tu historia.
Siempre quise tener un blog donde escribir. Donde plasmara lo que leo, lo que escucho, lo que siento, aunque no lo leyera nadie. Porque aunque algunos se empeñen en negarlo, quien escribe lo hace fundamentalmente para sí mismo.